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Noticias sobre Ávila

Los abulenses de vacaciones

Cada verano, miles de abulenses huyen de su ciudad rumbo a Gandía en un éxodo tan ancestral como inexplicable. Un repaso a las razones genéticas, sociológicas y profundamente absurdas que nos empujan a plantar sombrilla antes del amanecer y buscar camisetas del Coco Loco como si fueran reliquias.
Veraneantes abulenses en la costa levantina, durante la tradicional campaña anual de ocupación de playas.
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Desde tiempos inmemorables, los abulenses hemos mantenido una extraña relación con nuestra ciudad. Si nos alejamos de los grupos ultras y de las peñas, lo cierto es que el ciudadano medio odia Ávila a la par que la ama. Del mismo modo que nuestros honorables líderes del pasado rechazaron la idea del AVE (básicamente por fastidiar), sí que nos sumamos a esa gran costumbre ibérica a la que en este periódico hemos querido llamar «vacaciones».

El abulense tiene que escapar de su ciudad. Es una ley no escrita pero que está metida en nuestro ADN. Y lo hemos conseguido a base de eslóganes que se nos han acabado grabando en el genoma.

Las diez frases que empujan al abulense a huir

Según el Instituto de Historia y Estadística de Stanford, estas son las diez frases más repetidas de la capital con relación a esta materia:

  • Esta ciudad está muerta.
  • Aquí no hay nada.
  • ¡Qué agobio de Mercado Medieval!
  • Yo no soy muy de casetas.
  • ¡Qué frío hace, coño!
  • ¡Qué calor hace, coño!
  • Aquí te conoce todo el mundo.
  • No hay nadie por la calle.
  • El tren a Madrid tarda muchísimo.
  • Está todo cerrado siempre.

Y con estas, cada verano desde hace siglos, los abulenses se embarcan en una infinita peregrinación que los llevará a los lugares más exóticos del mundo, como por ejemplo Gandía.

En las calmadas aguas del Mediterráneo se alza uno de los barrios anexionados más importantes de Ávila. Desde los años setenta del pasado siglo y con una maniobra militar sin parangón, las hordas abulenses tomaron «a pocos» la otrora villa valenciana. Al principio apenas fueron una decena de ávidos exploradores que se aventuraron más allá de Las Navas del Marqués y, como vieron que aunque no ponían pinchos por esos lares también se vivía bien, más adeptos se fueron sumando a la causa. En 2018 se registraron más de cuatro millones de abulenses en las principales plazas hoteleras de la costa.

Gandía como barrio costero de Ávila

En Gandía, la gente de la ciudad amurallada cambia. Se conoce como el efecto AP7 y se genera en el momento en que atraviesan Motilla del Palancar y cogen la citada autopista. A partir del meridiano que cruza ese remoto lugar de Cuenca se produce la metamorfosis, aunque sus efectos no se hacen visibles hasta llegar a la playa.

El abulense puede irse de vacaciones por muchos motivos, pero el primero y más importante es dar por saco. Y esto pasa desde muchísimo tiempo antes de que naciera Instagram. Una familia abulense de bien tendrá entre sus miembros a una madre o una tía que se lance a plantar la sombrilla a las ocho de la mañana y no se retire de allí hasta que se ponga el sol.

El objetivo no es otro que llegar «más morena que la Tere, que luego presume de que es socia del Casino y no me da la gana». Porque esas señoras abulenses van a la playa para sufrir y presumir a la vuelta. Por esgrimir esa sonrisa de superioridad al pasar por el rellano, por caminar bajo el arco de San Vicente vestidas de blanco con su moreno hortera, por sentirse esas vigilantes de la playa mesetarias. Y si para ello tienen que exponerse a quemaduras de tercer grado por sus protectores solares improvisados a base de aceite y vinagre, lo hacen. ¡Hombre ya!

Otros protagonistas de las migraciones son los adolescentes. Ir a Gandía en verano es una ceremonia ancestral que supone el paso de niño a gañán en la sociedad abulense. En el caso de los chicos, suelen ir en piaras de cuatro a seis componentes y se alojan en apartahoteles con nombres como «Tropicana», «Los naranjos» o «Jardín II». Se los ponen los mismos que crean los títulos de las películas de Antena 3 y son esos que tienen decoración ochentera y huelen raro.

Cuando un joven abulense va allí, se siente en Miami Beach, en el centro de la vida nocturna mundial. Pero no van por disfrutar de la playa o ligar, ni siquiera van por beber. Del mismo modo que las señoras buscan sus morenos, ellos compiten por llevarse un trofeo que les colmará de gloria a su regreso: la camiseta del Coco Loco. Y quienes lo logran, la llevarán con orgullo durante la siguiente década por las calles de Ávila hasta que sea víctima de las polillas o sus lorzas.

El abulense en la playa se vuelve sociable. Una felicidad extrema les invade cuando en el paseo marítimo atisban la figura de Antonio, al que no saludarían en Ávila ni aunque estuvieran en un ascensor y este les obligara con una pistola. Pero allí sí, allí Antonio es un camarada, ese asidero al que agarrarse, un valiente que, como ellos, está a miles de kilómetros de su hogar y que sufre con la Cruzcampo. Entonces no solo se saludan, sino que se preguntan por sus familias e incluso se emplazan a la noche para tomarse unas copillas al ritmo de «Los pajaritos».

Cuando vuelven, todo ha cambiado. Echan de menos su ciudad. Ansían sus calles vacías, el frío invernal y a sus abuelos paseando con las manos atrás por el rastro. Y así, con las pilas cargadas, esperan el momento de volver a irse porque, a fin de cuentas, en Ávila no hay nada, te conoce todo el mundo, hace calor o hace frío y encima no tenemos AVE, pero al final nos gusta estar aquí.

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